El Padre Vicente.

Anoche, a última hora, me llegaba la triste noticia del fallecimiento del Padre Vicente Ruiz, al que muchos de los que hemos estudiado en el colegio de los Trinitarios de Valdepeñas recordamos simplemente como «el Padre Vicente».
Repasando algunos de los post que he colgado en este blog, constato que no es la primera vez que redacto una suerte de «obituario» de personas que han influido de modo determinante en mi vida. Cómo no voy a rendir homenaje entonces al Padre Vicente, la persona que me enseñó el camino para amar los libros.
Fue en quinto curso de Primaria, en aquellos tiempos E.G.B., cuando el Padre Vicente Ruiz se encargó de tutorizar nuestro curso. Desde entonces, hasta octavo curso (ahora segundo de E.S.O.), nos impartió varias asignaturas, principalmente Lengua Española e Inglés. En ambas disciplinas, en mi opinión, fue un docente brillante. Además, en lo referente a la Literatura, nos supo transmitir su pasión por la lectura.
Muchas veces, cuando se plantean debates sobre las metodologías docentes, pienso en personas que he conocido y que han sido verdaderos pioneros en la tarea de enseñar, con el valor añadido de haberlo conseguido con menos recursos materiales o tecnológicos, quizá también con algunas de las opiniones más ortodoxas en contra y, en cualquier caso, supliendo las dificultades con mucha imaginación y entrega. Es el caso del Padre Vicente y el mundo de las letras.
El Padre Vicente, una persona afable, con un gran sentido del humor, trabajador incansable en la tarea de enseñar a sus alumnos, riguroso y serio cuando tocaba, exigente y perfeccionista como alguna vez me reconoció, siempre justo; utilizaba en las clases de Lengua y Literatura métodos que por aquel entonces no eran nada convencionales. Por ejemplo, de vez en cuando nos ponía cintas de audio en su inseparable radio-cassette donde podíamos disfrutar con el Cantar del Mío Cid, o las Coplas por la Muerte de su Padre de Jorge Manrique. Otras veces era él mismo el que nos leía párrafos de sus libros, comentándonos el contexto en el que surgían esas lecturas, la historia que guardaban detrás. A través de sus clases descubrí, algo perplejo, cómo un vulgar insulto, arropado por la genialidad del autor, puede convertirse en Literatura con mayúsculas, y así leí y releí el famoso «hideputa» que se esconde en las páginas del Lazarillo de Tormes; o la ironía aderezada con algunos improperios que reina en las páginas de El Buscón de Quevedo. Con el Padre Vicente descubrimos que «la vida es sueño, y los sueños, sueños son», y el valor de la solidaridad de un pueblo frente a los abusos del poder, llámese este Fuenteovejuna. Y el drama del juego del amor con la Tragicomedia de Calisto y Melibea, La Celestina. Y nos hizo advertir que, aun sin movernos, podemos recorrer las tierras castellanas, por las orillas del Duero, de la mano de Machado. Y, cómo olvidarme, me hizo comprobar de motu propio que un poco de prosa poética, centrada en la descripción de la vida de un sencillo pollino llamado Platero, puede crear un nudo en la garganta cuando quien cuenta la historia es Juan Ramón Jiménez.
El Padre Vicente era consciente de que la forma más eficaz para aprender a expresar los sentimientos de cada uno, y aprender a tener un pensamiento libre y crítico, pasaba por leer, leer mucho. Y escribir.
Y leímos, leímos mucho. Tanto que todos los viernes por la tarde dedicábamos la clase simplemente a leer, a leer el libro que quisiéramos cada uno; pero a leer. Y de esa manera entré yo en contacto con el Diablo Cojuelo de Luis Vélez de Guevara.

Y escribimos, vaya que sí. Todas las semanas una redacción sobre algún tema que nos proponía, y que a menudo conseguía abrir un debate entre nosotros sus alumnos. Y generar admiración y aplausos, porque un puñado de estas creaciones eran leídas en clase para el deleite de los compañeros. Y así recuerdo redacciones geniales de mis amigos, Antonio Caminero Sánchez o José María Prieto García, cuya lectura era el evento más esperado de la semana, y que me unió más si cabe a ellos en ese vínculo extraño e intangible que podríamos denominar «amor por escribir nuestra forma de ver el mundo», a mano y en un puñado de cuartillas. Tanto fue así que el Padre Vicente nos animó a José María y a mí a escribir el guión de una pequeña función teatral, que fue representada por los mejores actores del mundo, mis compañeros (recuerdo en especial la actuación de mi admirado José Luis Martínez Díaz), en lo que a mí, en mi niñez, se me antojaba puro Broadway: la función de los colegios en el Teatro-Cine Parque, cuando ya se podía casi alcanzar con las manos el final de curso.

Pasado este tiempo de colegio, nuestros caminos se fueron separando inexorablemente. Nosotros comenzamos nuestra etapa de Instituto y, posteriormente, universitaria o laboral; mientras que el Padre Vicente marchó a compartir su modo de entender las letras y la vida en otros colegios trinitarios, especialmente en Córdoba.

No volví a saber nada del Padre Vicente hasta trece años después, en 2002, cuando lo busqué para pedirle que presidiera el enlace entre Ana, mi esposa, y yo. Alguien me dijo entonces que el Padre Vicente no estaba pasando por un buen momento; pero aún así fue tan bondadoso y entrañable que no dudó ni un instante en acceder a mi petición. Y así fue. Presidió nuestra boda el 22 de Junio más caluroso que recuerdo en toda mi vida, en la Iglesia del Convento, mi segundo hogar de la niñez. Poco después el Padre Vicente dejaba Valdepeñas y marchaba rumbo a Cazorla. Lo recuerdo con su escaso equipaje en la Plaza, despidiéndonos, él de camino a la estación. Creo recordar que me comentó que tenía que descansar.
Hace un par de años me enteré de que el Padre Vicente estaba en Valdepeñas de nuevo. Pero mi alegría se tornó en preocupación cuando me pusieron al tanto de que su salud se había deteriorado notablemente, que había sufrido varios infartos y que estaba muy delicado. Una mañana luminosa de comienzos de la Primavera me armé de valor y fui a visitarlo, aunque quien lo había visto me había advertido de su estado y de que tenía momentos lúcidos y momentos en los que se desorientaba. Pero tenía que verlo. Y lo conseguí.
Recuerdo cuando apareció por la escalera que comunica las dependencias de los padres trinitarios con el colegio. Vi a una persona muy delgada, caminando a cortos pasitos. Enseguida lo reconocí, a pesar de que él ya no llevaba gafas y su cabello se había teñido de blanco. Pero vestía su inconfundible chaqueta azul, e iba peinado impecablemente, con la raya a un lado, como siempre. Temí que no me reconociera; pero mi temor se desvaneció cuando me preguntó cómo estábamos todos los «tarancones». Mis hermanos y yo, en el colegio, siempre habíamos sido para él «los taranconcillos».
Esa mañana, podéis creerme, fue uno de los momentos más especiales y emocionantes de mi vida. Varias veces tuve que hacer esfuerzos por cortar el paso a alguna lágrima furtiva. Y no porque estuviese delicado, aparte de su delgadez y su dificultad para desplazarse no tenía secuelas físicas apreciables; sino porque encontré que en la conversación que mantuvimos, acompañada de una cerveza sin alcohol y unas patatas fritas a las que me invitó, me hizo un repaso de su vida y de su forma de verla desde el corazón. Tras recordarme que tenía guardadas nuestras redacciones, las cuales había leído muchas veces a sus posteriores alumnos porque, según opinaba, no había disfrutado de un curso con tanto talento como el nuestro; me confesó que sabía que ya había acabado su trabajo con los que eran su gran pasión junto a los libros: los niños. Y ahora tocaba descansar hasta que Dios lo quisiera llamar.
Y era cierto. Dedicó su vida a dar lo mejor que tenía dentro, que era mucho, a los niños. A formarlos y a quererlos. A enseñarles a pensar, a ser creativos, a ser críticos; pero a la vez a ser buena gente, a ser nobles. Con sus clases que nunca nos dejaban indiferentes. Con sus proyectos. Con sus bromas en el patio del colegio, a la sombra de los sauces llorones, en el recreo o al salir de clase. Encontrando siempre que necesitábamos un ratito para escucharnos y hacernos sonreír.
Me comentó que ya apenas leía, que no podía, y que ahora se dedicaba a pocas cosas: rezar, andar un poco, ver la televisión y acudir, siempre que tenía oportunidad, a la portada del colegio a la hora en que los niños pequeños salían de clase, para saludar a las madres con su cortés galantería y despedir a los pequeños, sus niños, la razón de su existir. También me dijo que cuando sus dolencias le habían dado un respiro, los superiores le habían dado la opción de trasladarse a Valdepeñas o a Córdoba para cuidarse y descansar, y aunque Córdoba era como su segundo hogar, él optó por Valdepeñas porque se sentía un valdepeñero más.
Unos meses después lo vi por última vez. En la Navidad de 2014. Acudimos algunos de los amigos del colegio, Antonio J. Almarza, Raúl Peñalver, José Luis Martínez Díaz y yo a verlo. Estaba en la sala de televisión, en un sillón, las piernas arropadas con una manta. De nuevo temí que no nos reconociera. Y de nuevo me volví a equivocar, bastó que José Luis cruzara el quicio de la puerta para que el Padre, con uno de sus arranques de humor que lo caracterizaban, exclamara: «¡Mantuza!», reviviendo la rivalidad que siempre existió entre dos grandes amigos, uno merengue hasta la médula y otro, el Padre Vicente, barcelonista sin remedio.
Y transcurrió el tiempo hasta la tarde de ayer, cuando, desde su querida Córdoba, el Padre Vicente partió hacia su último destino, el Cielo. Y como siempre digo cuando una gran persona se va: su marcha es triste para nosotros porque las despedidas siempre son tristes por definición; pero nos queda la esperanza de que esté allí arriba, junto a Dios a cuyo amor entregó la vida, el dolor ya olvidado. Y podrá volver a leer los clásicos de nuestra literatura. Y bromear sobre el resultado de otro «clásico», el que se juega mañana.
Padre Vicente, gracias por haber sido profesor, maestro y amigo. Y por todo ello, no quisiera acabar estas líneas sin reproducir aquí un texto de los que leí por primera vez gracias a sus clases, una de esas tardes primaverales de viernes. Es de Platero y yo:
 
«Esta tarde he ido con los niños a visitar la sepultura de Platero, que está en el huerto de la Piña, al pie del pino redondo y paternal. En torno, abril había adornado la tierra húmeda de grandes lirios amarillos. Cantaban los chamarices allá arriba, en la cúpula verde, toda pintada de cenit azul, y su trino menudo, florido y reidor, se iba en el aire de oro de la tarde tibia, como un claro sueño de amor nuevo. Los niños, así que iban llegando, dejaban de gritar. Quietos y serios, sus ojos brillantes en mis ojos me llenaban de preguntas ansiosas. —¡Platero, amigo!—le dije yo a la tierra—; si, como pienso, estás ahora en un prado del cielo y llevas sobre tu lomo peludo a los ángeles adolescentes, ¿me habrás, quizá, olvidado? Platero, dime: ¿te acuerdas aún de mí? , Y, cual contestando a mi pregunta, una leve mariposa blanca, que antes no había visto, revolaba insistentemente, igual que un alma, de lirio en lirio…»
Qué suerte tienen los niños de mi colegio, uno de los colegios más enraizados en Valdepeñas, el colegio de la Santísima Trinidad, del que siempre me he sentido y sentiré orgulloso. Hay un nuevo ángel en el Cielo que los cuidará y que, quizá en sus sueños, les cuente las bonitas historias que, bajo su inspiración, escribieron unos chavales hace más de treinta años en las mismas aulas donde ahora aprenden a ser buenas personas.

5 comentarios sobre “El Padre Vicente.

  1. Me alegra haberlo encontrado en mi vida.Recordareis su afán por que conociéramos la música clásica y cómo nos hacía distinguir las estaciones de Vivaldi por el tempo de cada pieza. La última vez que lo ví fue en CórdobaTomamos un café y quedó en hacerme llegar fotos de entonces.Nunca volvimos a hablar , esas fotos duermen seguro en alguna caja o álbum amarilleado junto a su reloj Orient y su viejo casete. Hasta siempre, maestro.

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  2. Asi es todos los que hemos sido sus alumnos hemos sentido lo mismo. Yo tb lei todos esos libros que el nos mandaba y si se nos fue nuestro padre vicente el de todos los alumnos que lo hemos sentido como algo mas que un simple profe. El era un gran amigo gran persona y la unica espinita que me queda es no haberlo visitado en cordoba como me pidio cuando me despedi de el el pasado verano 2015. Que descanse en paz nuestro pequeño hombrecillo, el que nos tiraba las gomas de borrar de la mesa y el que por suerte se cruzo en nuestro camino para enseñarnos y darnos tanto. Nuestro angel nos llevara en sus alas y nosotros lo llevaremos en nuestro corazon para siempre.

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  3. No se como he llegado hasta aquí, pero solo me queda por agradecer las palabras escritas hacia una persona que conocí desde mi primer día de vida, y que durante mi niñez fue la magia que imperaba mis ratos libres y las de mis primos. Mis conocimientos de geografía española se las debo a el, a esas noches largas de verano en Mestanza, cuando jugábamos a encontrar en el tapete de nuestra tia Felipa y nuestro tío Eugenio, el pueblo de España que nos decía el. A él le debo muchísimas cosas y que nunca olvidaré y creo hablar también en nombre de mis primos. Todavía recuerdo el día que me comunicaron su fallecimiento como si fuera hoy mismo….y en el que con dolor tuvimos que partir hacia Córdoba para acompañar su cuerpo en sus primeras horas con su Dios. Mi madre todavía lleva su foto como fondo en el móvil, y algunas fotos suyas todavía están por mi casa, y eso hace que nunca me olvide del \»Pater\» como le decíamos en la familia.Hoy en día, tengo muchas amistades de Valdepeñas, y cuando se enteran que soy sobrino del Padre Vicente, veo que se les ilumina la cara recordándolo, y este fin de semana 20 de Julio de 2019, se casa una pareja amiga que siempre que pueden me cuentan cosas de el. Allá donde esté, seguro que sigue haciendo sus trucos de magia, leerá libros por doquier, y si, seguirá escuchando música clásica en su viejo radio-cassette.

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