Vivir en el número… 8, calle Melancolía.

Ejercicio de agudeza visual. Determínese qué edificación permanece prácticamente igual en estas dos imágenes, separadas entre sí por más de un siglo.

 

Sí, exacto, esa casa de paredes claras y dos filas de 4 balcones cada una, en la acera izquierda.

Mi (nuestra) casa.

Uno no se da cuenta de que la casa donde ha vivido la mayor parte de su vida se ha convertido en parte de sí mismo hasta que el destino lo lleva a dejar de habitarla. Eso me pasó con nuestro hogar, esa segunda planta del número 8 (a veces 10) de la calle de la Virgen. Yo no concedía especial trascendencia a sus rincones, a su luz, a su olor, a sus sonidos. A su singularidad. Hasta que de modo oficial dejé de vivir allí, un 22 de junio de 2.002, el día en el que Ana y yo contrajimos matrimonio. A partir de entonces, y a pesar de seguir acudiendo con mucha frecuencia, sentí que había dejado de ser mi hogar, quizá porque en las noches ya no me acostaba en mi cama de una de las habitaciones interiores, escuchando las campanadas de la torre de La Asunción anunciar las horas y las medias con infalible persistencia.

Y desde esa añoranza rememoro ahora los 44 escalones que llevan del portal a la segunda planta donde vivíamos nosotros, agrupados en cuatro tramos, un ventanal circular entre los dos últimos. Y la galería, ese espacio junto a la cocina donde van a parar los pasillos y que da a la escalera del patio; el lugar donde papá pasaba las tardes, sentado en su butaca, frente a su televisión portátil encaramada encima de la lavadora. Y la habitación de Felipe, en honor a un hámster que le regalaron a mi hermano Ricardo, una pequeña estancia que se convirtió en su dormitorio; pero que recuerdo de aún antes, cuando yo era muy pequeño y entonces era el lugar donde se guardaban baúles y aparadores, y donde yo jugaba a indios y vaqueros con las figuras de plástico del Fort Comanche, mientras las mañanas luminosas se asomaban a la ventana de esa habitación inundándola de claridad y del canto de algún gallo, ya que por entonces nuestro patio era un simple corral. Y mi habitación, la que compartí con mis dos hermanos, primero con Ricardo y luego con Álvaro, con sus muebles castellanos y una repisa donde hubo colocado durante mucho tiempo un Sagrado Corazón que me infundía una mezcla de admiración, respeto, y a veces temor, no fuera a moverse. Y la despensa, la pequeña habitación que fue y es objeto continuo de visitas clandestinas de silenciosos usuarios en busca de algo bueno y dulce que llevarse a la boca. Y el comedor bueno, la estancia donde se acumulan las vajillas de fina porcelana y gran solera de mi madre y muchos otros recuerdos. Y la habitación de mis padres, esa habitación donde aún me cuesta un poco entrar porque cada rincón de ella me trae irremediablemente el recuerdo de él. Y la habitación de mi hermana, a la que yo me adentraba de chaval, un poco a escondidas, para echar un vistazo al mueble donde ella guardaba la preciada colección de literatura contemporánea, y en la que pasé, esto ya no a escondidas, numerosas horas de convalecencia puesto que, ignoro la razón, cada vez que me ponía malo (y de niño fueron muchas), debía de ser en esa habitación donde guardara reposo y leyera decenas, cientos de cómics de súper-héroes. Y el salón, la estancia más grande de la casa, con sus muebles caobas y, presidiendo, el gran espejo apaisado de marco dorado; y que en las mañanas de verano permanecía a oscuras, en un silencio solo interrumpido por el sonido del ventilador, semejante a un canto de sirena que invitaba a tumbarse furtivamente en el sofá, estirar las piernas, y disfrutar del fresco que conservan las casas antiguas de muros gruesos, sin hacer absolutamente nada, en un letargo injustificado y a la vez placentero…

Y junto a nuestra casa el pensamiento me lleva en volandas a recordar nuestra calle, la calle de la Virgen en su tramo de la Cuesta del Palacio, y superpongo años y momentos para poder ver a la vez, siguiendo un recorrido imaginario desde la plaza de España hacia el Convento de los Trinitarios, el puesto de los helados de Frigo, haciendo esquina; la jamonería de Felipe, el mejor género de Valdepeñas; la mercería de Barchino, ese lugar mágico a donde me enviaba de vez en cuando mi madre con misiones casi imposibles y que, por el contrario, esos magníficos señores que me escuchaban pacientemente recitar el recado (Germán padre, Ibrahim, Emilio), encontraban lo que yo buscaba con precisión milimétrica. Y la tienda de Confecciones Marín, imperturbable y eterna, y, tras la puerta de nuestra casa, en los bajos comerciales de la misma, la carnicería que al principio fue Frimancha y que regentaba Emilio Ramírez y su mujer María José, antes de partir hacia tierras salmantinas. Recuerdo a los padres de María José, maños ellos, que, cuando yo volvía del colegio, a mediodía, siempre tenían un saludo amable que regalarme, sobre todo él, el señor Mariano, mientras saboreaba un puro que no sé si siempre era el mismo. Y tras la carnicería, el portal de los pisos donde mi amigo José Luis Martínez Díaz vivía y que tantas veces visité, con ese mirador al que ahora me inspira nostalgia porque ya no está la señora Gregoria, madre de José Luis y sin duda una de las personas más buenas que he tenido la fortuna de conocer. Y después el comercio de telas de Ramón Albi, pariente de mi abuelo al que cariñosamente llamábamos tío Mon, con sus escaparates de época alzados sobre unos umbrales de piedra lo suficientemente altos como para que los niños pudiéramos jugar sobre ellos en las noches de verano mientras los mayores tomaban algo fresco en la terraza de Los Corales, bar emblemático que ayudaba a llevar mejor el calor del estío, donde a veces mis padres y mis tíos y tías se juntaban y daban de sí a las noches estrelladas de aquellos veranos. Y llegamos a una pequeña sucursal del Banco de Santander donde abrí mi primera cartilla de ahorro que me sirvió para comprar en 1.984 mi anhelado Sinclair ZX-Spectrum de 48 Kilobytes de RAM, sin duda el más preciado de los objetos que he atesorado a lo largo de mi vida. Y siguiendo la cuesta por esa acera, recuerdo los comestibles de los Hermanos León que, afortunadamente, siguen sobreviviendo en plena forma, y la tienda que tuvo allí Valentín Delgado, donde pude comprar mis primeros juegos para el Spectrum; y en la esquina, llegando al cruce con la calle del Cristo, la droguería de Victoriano Martín, el que fuera concejal en tiempos del alcalde don Esteban López Vega.

Y si hacemos el mismo recorrido por la otra acera, recuerdo el Mercado Municipal de Abastos, anterior a Valcentro, aquel al aire libre, de estilo modernista, delimitado por cercas de forja, donde se disponían los puestos alrededor de la zona central (llamada el paraguas) en la que se hallaban Las Cantábricas, y que se extendía hasta la calle Sevilla. Y junto a él, el edificio de Galerías Palacio, esa suerte de enorme comercio que anticipó lo que serían los grandes almacenes, donde se podía comprar todo tipo de ropa y que escondía, en la planta cuarta, el santuario de los niños: el maravilloso lugar donde se apilaban todos los juguetes que pudiéramos imaginar, y que visitábamos una vez al año, para encargar un regalo a los Reyes Magos. Y los almacenes de frutas de Brotons, delante de los cuáles veía aparcado con frecuencia el dos caballos del gran Agustín Castellanos (el mítico Bernardito), que compraba género fresco para su Arca de Noé en la calle Torrecilla. Y sobre los almacenes, el piso donde vivieron los padres del bueno de Antonio Brotons, el señor Matías y la señora Juana, sentados en invierno en el mirador acristalado o, en verano, en la terraza, siempre con un gesto amable hacia nosotros, sus vecinos de enfrente. Y luego podíamos encontrar esa delicia de confitería que fue El Águila, donde una gran ave disecada que daba nombre al negocio presidía la estancia de modo imponente, guardando el apetitoso género que se disponía en sus estantes y en su escaparate, con esos muebles antiguos y delicados. Y más allá, en la esquina, la ferretería de El Clavo, donde compré en mis años de colegio innumerables pilas de petaca y pequeñas bombillas para hacer funcionar mil y una ocurrencias, ya en el comienzo de la calle Bataneros, frente a una pequeña plazoleta donde se formaban las colas para entrar en el Teatro-Cine Parque, antes de ser remodelado como finalmente lo conocimos.

Y recuerdo el sonido de unos cascabeles, que me hacía correr como un resorte a mirar tras los cristales de nuestros balcones, para ver el paso juguetón del caballo que tiraba de la jardinera de Mangueta. Eso si no pasaba por nuestra calle algún rebaño de ovejas, con el pastor haciendo uso de su condición de cañada real.

Y poco a poco la calle ha ido cambiando, modificando su aspecto, como un parroquiano más que vive y va cumpliendo años, y el Mercado dio lugar a un edificio que cíclicamente vive momentos de auge y decadencia, y el comercio de Felipe se transformó en una coqueta tienda de complementos, y así podríamos seguir hablando de sus decenas de transformaciones, ya que la Cuesta del Palacio parece ser algo adicta a las operaciones de cirugía estética.

 

Salvo nuestra casa, y poco más.

3 comentarios sobre “Vivir en el número… 8, calle Melancolía.

  1. Fabulosa descripción de \»nuestro\» barrio que me trae maravillosos recuerdos de infancia.Recuerdo también un tiendecita en la calle Bataneros del (que creo) abuelo de Justo Pliego,dinde se vendían sandalias de esparto, los famosos \»serillos\» y espuertas,todo artesanal.Y la tienda de Radio Muñoz(que se inundó con la riada)….Miguel…., te estás haciendo mayor…..

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