A Antonio Vázquez lo conocí en torno a 1996, en el transcurso de los trabajos de un proyecto de investigación europeo. Lo primero que me impresionó de él fueron dos cosas: su conocimiento en múltiples temas y su personalidad autodidacta. Mostraba ese saber multidisciplinar de una forma natural, humilde, casi con exceso de modestia, como ocurre con la mayor parte de las personas sabias. Y desde luego, en nuestro tema común de investigación, me demostró que símplemente es un maestro.
Pero sobre todo lo admiro por lo que descubrí con el pasar de los meses: Antonio, en su verborrea imparable y en su carácter afable y conciliador, escondía, además, a una persona generosa. Generosa sin límites. Él tiró de mí cuando más lo necesitaba, en los duros años de elaboración de tesis doctoral. Me sugirió mil ideas, programó la aplicación de optimización que necesitaba de forma altruista, me dio consejos de valor incalculable sobre cómo lidiar con el complicado mundo de la Universidad. Y me dijo algo que se me quedó grabado: «En la Universidad no estamos para ganar dinero; sino para disfrutar con lo que hacemos. Si no te lo pasas bien, apaga y vámonos.» Este consejo, con el tiempo, lo he valorado más y más. Pues sí, Antonio, qué razón que tenías, aunque a algunos les extrañase nuestros «divertimentos» científicos.
Ahora Antonio, profesor honorario de la UAM, disfruta merecidamente de la vida al lado de su esposa, la entrañable Maribel, la cuál llena de color el mundo con sus exquisitas pinturas.
Gracias Antonio por haberme ayudado tanto, por enseñarme a ser una persona agradecida y mostrarme el valor de la humildad. Por descubrirme que en las cosas sencillas uno encuentra retazos de felicidad. Por ser mi maestro en la ciencia, y en muchas otras facetas de la vida.
Reflexiones Banales 