Adiós, Timoteo.

 
  
Hace unas horas mi amigo y compañero de Facultad Fernando me llamaba para darme una triste noticia. Había muerto Timoteo. Este anuncio me ha llevado a una especie de estado se shock, que he compartido, siguiendo la lastimosa cadena, con otro buen amigo y ex-compañero de Facultad, Pablo, el cuál se ha quedado igual que yo. Este estado de shock no es de llanto y nervio; sino de desconcierto y de reflexión. Reflexión sobre lo efímeras que son nuestras vidas, reflexión en la tibieza del atardecer que se cierne, poco a poco, sobre las viñas que se ven desde el banco apostado en el jardín de mi casa.

Timoteo Martínez Aguado fue Catedrático de Economía Aplicada de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de Toledo, mi casa durante doce cursos consecutivos, y Decano de la misma durante ocho años. Mi relación con él comenzó, como alumno, en el curso 1992-1993, cuando nos impartió la disciplina de Econometría en el antiguo Centro de Estudios Jurídico-Empresariales de Ciudad Real. Al término de ese curso, y de mis estudios, recibí una llamada telefónica que desafió todas las paradojas sobre casualidad y causalidad. En concreto, una mañana de Julio llevaba bajados los primeros once escalones del portal de mi casa, rumbo a la piscina, cuando escuché el teléfono retumbando en el taquillón de la entrada. Durante unos instantes estuve tentado de no contestar y seguir mi camino. Pero no, subí de nuevo y descolgué el auricular. Era Timoteo, aquel profesor tan activo y con aire un poco despistado que habíamos tenido. Quería proponerme una entrevista cara a una posible incorporación a su equipo de la Universidad.

Recuerdo que, días después, nos veíamos en el edificio del BBVA del Paseo de la Castellana, en Madrid, en la planta del Centro de Estudios, donde él, entonces, realizaba varias colaboraciones. Bajamos a comer a un restaurante cercano, hablamos (más bien me habló) de sus proyectos en la Universidad y no sé qué pudo ver en mí (siempre lo he considerado un misterio, lo juro); pero catorce meses después estaba yo en el Edificio de la Universidad de la Plaza de Padilla, en Toledo, buscándolo para comenzar a trabajar, y compartiendo una mesa y un PC con otros cuatro o cinco profesores.

Ahí comenzaron doce cursos de trabajo a su lado. Años de trabajo en los despachos que rodeaban el bello patio de los Naranjos del edificio del Convento de San Pedro Mártir de Toledo. Años de atardeceres impresionantes en ese espacio mágico. Y años de salir del Convento a las diez de la noche, en maratonianas jornadas sólo interrumpidas por la desesperación de los conserjes, que querían cerrar el recinto e irse a casa.


Timoteo, tal y como lo recuerdo, era una persona muy especial. Quizá otra cosa se le podrá reprochar, como a todo el mundo; pero no su dedicación. Vivía por y para la Universidad. Es cierto que pronto comprobé que, en la forma de afrontar el trabajo, éramos como la noche y el día. Yo, una persona pausada, reflexiva, constante, patológicamente ordenada, planificadora hasta el extremo, mala amiga de los imprevistos. Él, un ser dinámico, inquieto, soñador, caótico, que trabajaba a golpe de intuición e impulso, buen improvisador y que sabía aprovechar los momentos y las ocasiones. Y claro, una sociedad así estaba abocada al fracaso más aboluto, o a una complementariedad que generara buenas economías de escala. Durante gran parte de los doce años que trabajamos codo con codo se dio lo segundo y la sociedad funcionó razonablemente bien. Con sus desgastes lógicos para ambos, pero funcionó. Yo le aporté, creo, el orden y la perseverancia que las tareas docentes y de investigación solían requerir; y el me aportó, sobre todo, una visión diferente de las cosas, y las directrices para comprender la disciplina de la Econometría, aunque «disciplina» y «Timoteo» no fueran dos conceptos que congeniasen muy bien.

En este pequeño homenaje no entraré en detalles académicos con profundidad. Aun así diré que aprendí de Timoteo a concebir la Econometría según su escuela de la Universidad Autónoma de Madrid: una visión de esta disciplina en la que, a diferencia de lo que ocurre en otras escuelas, no se presta tanta atención a los complicados modelos teóricos; sino que se mima a la materia prima de la modelización económica: los datos. Sólo con buenos datos se pueden construir buenos modelos, no necesariamente acompañados de un aparataje formal complejo; sino con la metodología modelizadora más sencilla que permita obtener resultados resolutivos. Esa idea es la que me enseñó a transmitir a nuestros alumnos, la de una Econometría empírica que se trabajaba con datos, ordenador y software, y donde los complejos desarrollos estadísticos tenían reservado su lugar, necesario pero no primordial. Y tengo el orgullo de haber podido constatar que Timoteo, con esta filosofía docente, acertó; como a menudo he podido escuchar de voz de nuestros antiguos alumnos.

En este sentido, Timoteo fue en nuestra Universidad un adelantado a su tiempo. Cuando, en mi última etapa en Toledo, se comenzó a plantear la reforma de Bolonia, con la necesidad de incorporar en la evaluación del alumnado aspectos empíricos, trabajos y prácticas; él se apresuró, como solía hacer, a intentar poner patas arriba la forma de impartir la docencia que teníamos. En esas estábamos cuando una mañana, sentados en su despacho, le comenté: «Timoteo, ¿no te das cuenta que lo que se pide ahora lo llevas haciendo tú desde hace muchos años?» No le quité de la cabeza lo de poner todo patas arriba, por supuesto; pero creo que se dio cuenta de que era cierto.

Quiero recordar en este homenaje, no obstante, más que nuestra trayectoria académica en común, algunas pequeñas vivencias, porque es en estos pequeños detalles, alejados del despacho, o ajenos a él, donde uno aprecia la calidad humana de las personas.

Entre estas vivencias, recuerdo en especial una costumbre que tomamos en mi segundo año en Toledo, que consistía en que, cuando los conserjes nos expulsaban (literalmente) de la Facultad a las diez de la noche, mi buena amiga y compañera María José Calderón, Timoteo y un servidor nos íbamos a saborear un vinito, lo que se solía alargar hasta casi las 11. Se transformó en un ritual el beber ese vino y conversar en un pequeño bar al final de la calle Carrera, que baja desde Bisagra a la Ronda de Granada. El vino, a decir verdad, solía estar regular, pero a veces la conversación era para no perdérsela. Era entonces cuando aparecía el Timoteo cercano, con gran humor, que llegaba a ser verdaderamente encantador.

Igual ocurrió con el bar «La Ría», escondido entre la plaza de Valdecaleros y el Callejón de Los Bodegones, donde hubo una temporada en la que nos aficionamos a tomar unos Ribeiros en ese diminuto y escondido lugar, donde podías saborear los mejores productos de la mar… en Toledo. En cierto modo, Timoteo, además de ayudarme a descubrir el mundo de la Economía cuantitativa, me enseñó también a descubrir ese Toledo que sólo la gente que ama a esa ciudad puede conocer.

En una de nuestras salidas por Toledo, a finales de mi primer curso con él, en un bar del barrio de Santa Teresa, tomando un vino junto a otros compañeros, es cuando Timoteo me comentó, así como él decía las cosas, como dejándolas caer, sobre qué versaría mi tesis doctoral y, por tanto, mi futuro académico. El análisis Input-Output. Y me lo dijo de tal modo que esa noche me acosté desconcertado, sin saber si me lo había sugerido en serio, o si me había tomado el pelo. Se materializó la primera opción, y no puedo darle sino las gracias por esa idea que hizo que en Junio de 2002 obtuviera mi Título de Doctor bajo su dirección.


Conforme avanzo en estas líneas, los recuerdos gratos van sacudiéndose las telarañas y van ocupando su lugar en mi estado de melancolía. Podría seguir indefinidamente contando mil y una historias amables de Timoteo, porque si algo lo caracterizaba era la amabilidad. Siempre creí que era una persona con don de gentes, con capacidad para hacer participar a quien fuera de sus proyectos; pero, a la vez, casi paradójicamente, opino que era una persona con cierto grado de timidez, timidez que intentaba ocultar tras un velo de hiperactividad y fina ironía.

Quiero llegar al final de este homenaje demasiado breve con una última experiencia. Fue el momento en el que creí descubrir a esa persona que estaba, quizá, escondida tras su dedicación compulsiva a la Universidad. Fue un par de meses después de comenzar a trabajar con él, al inicio de la Navidad de 1994. Una tarde, tras una larga jornada de trabajo, me invitó a ir a Madrid a cenar con una de «sus chicas» de la Autónoma, su queridísima Gema Durán, esposa de su gran amigo José Antonio Negrín, compañero a su vez mío en la Facultad. Por pura timidez no quise negarme, aunque estaba agotado, y accedí. Poco después estábamos en las proximidades del Hard Rock Café, en La Castellana. Dimos un paseo en esa fresca noche, creo que por Colón, mientras hacíamos hora y esperábamos a Gema. En un momento dado, me dijo que esperara un instante, cruzó corriendo a una librería y, tras unos minutos, volvió a donde yo estaba. Me regaló un pequeño libro y dijo que era una historia que siempre le había gustado. Yo, un poco cortado, le di las gracias. Luego entramos en el Hard Rock, nos juntamos con Gema, una persona por la que desde ese lejano día siento un gran cariño. Nos lo pasamos soberanamente bien, saboreando una gran hamburguesa de buey. Noté como ambos cuidaban de que yo disfrutara del momento y del lugar, y lo consiguieron. Luego, ya tarde, surcamos las calles desiertas de Madrid hasta llevar a Gema a su casa, CD de villancicos a toda mecha incluido. Fue en ese trayecto hacia la casa de Gema, cantando villancicos entre risas y con la complicidad del silencio de la noche que se acentuaba en los semáforos, cuando más abiertamente feliz vi a Timoteo, disfrutando como ese niño que nunca dejó de ser del todo, aunque sea algo pretencioso que yo lo diga. Finalmente volvimos a Toledo, ya de madrugada, y me dejó en el piso que yo compartía con Juan Antonio, otro valdepeñero, en la Avenida de Carlos III, en el «Circo Romano».


El libro que me regaló era Juan Salvador Gaviota. Y hasta que no lo hojeé, no descubrí una dedicatoria que ma había escrito, seguramente en la librería; dedicatoria que ahora vuelvo a releer con emoción:

«Para que nunca pierdas las ganas de volar. Timoteo, Dic. de 1994.»

Timoteo, quien creo que nunca perdió las ganas de volar fuiste tú. Y ahora que te has ido, con esa discreción que siempre te acompañó en tu vida, ahora que ya no sientes dolor y que has hallado la Verdad, estoy seguro de que vuelas muy alto, libre, y con esa felicidad que pude intuir esa noche previa a la Navidad de 1994.

Gracias por todo y, por favor, descansa en Paz.

Un comentario sobre “Adiós, Timoteo.

  1. Que bonito, Miguel Angel. Suscribo todo lo que dices, aunque yo no lo podría haber dicho mejor.Dondequiera que estés, Timoteo, siempre te estaré agradecido por haberme dado la oportunidad de trabajar en este apasionante mundo de la docencia y la investigación.DEP.

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