E.

Recuerdo cuando yo era niño que en mi pueblo había una persona de las que llamamos «diferentes». Este hombre, que contaba con la «diferencia» de ser un niño pasara el tiempo que pasara y tuviera la edad que tuviera, se caracterizaba porque siempre iba por la calle con un pequeño transistor pegado a la oreja, una radio de bolsillo con la antena desplegada de la que no se separaba nunca. Había gente a la que este eterno niño y su inseparable radio le provocaba cierta sorna, se reían de él, y era incluso objeto de alguna burla.

Ayer al dirigirme hacia el aula para impartir la tercera clase del curso, me sorprendí a mí mismo consultando compulsivamente la pantalla de mi smartphone por si me había llegado un e-mail de última hora. A la altura del «Paraninfo Luis Arroyo», guardé el maldito chisme y seguí avanzando hacia el módulo de aulas. Me crucé con dos muchachos que caminaban uno al lado del otro, cada uno mirando su teléfono y tecleando en él como solo los jóvenes saben: con movimientos de los dedos pulgares a velocidad de vértigo. No vi que hablaran entre ellos ni una palabra, ni que se dirigieran una mirada o un gesto.

Ya a la puerta del aula donde tenía que hablar a mis sufridos alumnos de estadísticos, varianzas, y esas zarandajas; me di cuenta de que prácticamente todos ellos, los alumnos, aguardaban en silencio, sumergidos en los coloridos píxeles de sus terminales. Ni una mirada, ni una conversación.

Durante mi exposición, comprobé que varios de mis pupilos se mantenían cabizbajos. Pero no a causa del desconcierto que mi chapa les pudiera causar. Es que estaban pendientes de su móvil, que escondían detrás del pupitre. Lo supe cuando comencé a hablar de alguna ocurrencia ajena a la materia y ni siquiera alzaron la cabeza para lanzar una mirada de perplejidad al frente. Podría haberles relatado el último partido del Atleti, que ni se hubieran enterado. Salvo que comenzara diciendo: «Ok Google».

Cuando salí de clase, de vuelta a mi despacho, me crucé con una chica que sostenía su teléfono con las puntas de los dedos de su mano derecha a la altura de su boca, en horizontal, y parecía hablarle a este como si fuera su confidente más íntimo. Intenté mirar la escena con un poco de distancia: una persona contándole su vida a un conjunto de microchips.

Y entonces me vino a la cabeza la imagen de este niño grande de mi pueblo que deambulaba por las calles con su transistor pegado a la oreja. Y me pregunto si tal vez ese al que mucha gente trataba con una pizca de desprecio y burla, o de compasión, no sería un adelantado a su tiempo.
O, en todo caso, intento imaginarme sin éxito qué pensaría este hombre-niño del transistor si pudiera presenciar hoy en día el comportamiento de los que nos consideramos «no-diferentes», siempre adheridos, como él lo estuvo sin que obtuviera un poco de comprensión, a una amalgama de cables y circuitos.

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