(1) Gris.

Yo era gris.

Me fui volviendo gris poco a poco, sin darme cuenta.

Gris, con pocos matices. Monótonamente gris. Un tipo gris, con terror a desentonar. Como si fuera un jersey gris, que no llama la atención, que no molesta; pero que tampoco apasiona.

Gris en el trabajo. Amable, discreto, reservado, eficiente. Pero gris.

Gris en la amistad. Gris en casa. Gris en el amor. Mi vida era una sucesión de anodinos días grises; daba igual lo que sentenciara el pronóstico del tiempo. Mis ojos, ocultos tras unos cristales grises.

Pero algo, latente en lo más profundo de mí, no podía aguantar esas tardes tan grises. Hubo un escape de gas gris. Grisú. Gas que se condensó en mi caja torácica.

La condensación dio lugar a un mar gris donde buceaban mis espíritus grises. Mis demonios.

Luego, el mar de grisú explotó y esos demonios grises quisieron escapar, y yo luché por mantenerlos a raya. Y no pude, juro que lo intenté, pero no pude contenerlos.

Y llegó el pánico. Y la desolación. Tintados de gris.

Y salí corriendo. Hui, dejando un reguero de lágrimas grises, con mi condena soldada al tobillo con un grillete gris. El precio por haber sembrado una vida de años grises.

Y ahora habito aquí, en una nube gris, junto a mi vecina Soledad, que me visita recurrentemente a tomar café, o a ver una serie de Netflix.

Soledad tiene el cabello canoso. Gris. Me proporciona paz; pero también me provoca una sensación de miedo. Si lo negara, mentiría.

Y a veces busco una luz, por tenue que sea, que me guíe a través de esta niebla plomiza hasta un lugar que ya no sea gris. Un faro azul, verde, rojo. O fucsia.

Y en esas estamos.

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