Por todo el camino.

Diez breves relatos de (des)amor y sus bandas sonoras.

Séptimo relato

Por todo el camino

de mi barrio a tu barrio

cómo convencerte

venía pensando.

Nunca se recibe

sin dar nada a cambio;

yo daría mi vida

por dormir en tus brazos.

No digas que no. E. Urquijo.

Hace unos instantes me despedí de mis amigos, tras compartir unos vinos y tintos de verano, y emprendí el regreso a casa, una vez la noche se hubo asentado sobre la ciudad. Seguramente, como dice la canción de José María Granados que ahora interpretan Los Secretos en un disco homenaje, voy haciendo eses, me agarro a lo que puedo y, a veces, presiento dónde estoy y hago eses, porque las rectas nunca traen suerte, y no me puedo parar aquí. Pero son eses no muy pronunciadas, discretas, envueltas en esa sensación de levedad que despierta la ingesta de un poco, solo un poco, de alcohol.

Como tantas otras noches en esta etapa de mi vida, las calles huérfanas me susurran una ristra de canciones, melodías que siempre se enredan en tu pelo. Canciones que, como otros múltiples cuerpos celestes -lugares, escenas, historias, momentos, palabras inventadas, risas y sonrisas, abrazos más o menos fugaces-, componen el firmamento estrellado que hemos compartido en todo este tiempo.

Nuestro Universo clandestino, tú me entiendes.

Y en este trayecto, que va al contrario del que trazaba Urquijo, sigo avanzando de tu barrio a mi barrio y, como él mismo observaba en otro de sus himnos, todo el mundo parece dormir, yo estoy despierto, y las calles parecen sentir lo mismo que siento.

¿Y qué siento?

Tu ausencia.

Tu ausencia, como en tantas decenas, docenas, centenas de noches de vuelta a casa. Como ahora mismo, que me sorprendo enganchado a una señal de bus, en esta estación estacionaria que es la nostalgia.

No sé cuántos regresos a casa como este me quedarán por pasar. Me gustaría que fueran pocos. Sé que serán muchos.

Llego a la calle de los árboles y no puedo reprimir una sonrisa. Tienes un talento especial, innato, para poner nombre a los lugares. Poco a poco fuimos creando, a la par que un singular idioma con tintes manchegos, castizos y fantásticos; la geografía de nuestro mundo raro y maravilloso.

Creí que yo sería capaz de no cansarme de quererte en soledad. Pero no. Te querré en soledad, seguramente. Pero cansado. Porque mis mariposas, verdes y rosas, han decidido que no quieren volar. O, si lo hacen cuando te encuentre, me mentiré. Sí, a mí mismo. No será la primera vez que lo haga.

Busco con la mirada el cartel con el nombre de la calle por la que avanzo como una sombra más. Y es ahora Quique González el que me repite aquella conclusión terrible: «Hay una calle que lleva tu nombre en la ciudad del viento; después de tanto tiempo me harté de esperarte y se cayó el letrero.»

En efecto, no encuentro el letrero con tu nombre. No reprimo una mueca de desolación. Hace poco tú misma me lo hiciste entender con otra de nuestras melodías poperas y, a menudo, impregnadas de cierta solera. Y es que es verdad, para qué engañarnos: somos dos imanes que nunca se unirán.

Enfilo, por fin, la desangelada calle que lleva a casa rememorando estrofas de esa canción de los Hombres G, que me rejuvenecen y me hacen sentir, a su vez, un aciago vértigo por el transcurrir del tiempo: «Siempre que abras tus ojos grandes y veas mi sonrisa empapada en cerveza y mis amigos a mi lado ocupando tu lugar, recordarás de pie en la barra, sonriendo y sabiendo que tú estás a mi espalda, pensando lo mismo que yo.»

Y así será, no queda margen para alguna otra opción. De todos modos, así ha sido buena parte de nuestras vidas. Y, leído de este modo, parece hasta asumible. Al menos, hemos vivido momentos que a mí me han llenado de vida, y confío que a ti también. Al menos un poco, solo un poco.

Aún así, no nos engañemos: es una auténtica putada.

Vuelvo a sonreír, un nuevo vaivén en mi buen-mal humor, otro requiebro en forma de ese, los ojos un poco humedecidos -tal vez resulte que he ingerido algo más de alcohol del que creía; pero nada destacable- mientras abro la puerta y pienso que nuestra historia fue todo lo contrario al anticiclón de Leiva & Ferreiro, porque ha sido -un poco, siempre poco, solo un poco- mágica, trágica, enérgica, lisérgica, clásica, tóxica, frenética, dialéctica, hermética, dramática, eléctrica, magnética. En cambio, coincido con ellos en que no ha sido rápida, ni táctica, ni técnica, ni pública. Y vuelvo a estar en desacuerdo cuando la califican de ridícula, patética, cosmética, sintética. Bueno, un poco ridícula, a veces, sí. Y cosmética, piénsalo y verás.

Pero… y lo que nos hemos reído.

Qué caprichosa es la memoria que se aferra a escenas, imágenes, sensaciones que no tendrían por qué ser tan importantes y, en cambio, son las que se fijan como auténticas lapas en nuestros recuerdos. Los profetas Leiva & Ferreiro hablan de una canción de Navidad que nos arrastra. Y, ciertamente, la historia que nos arrastró siempre tuvo algo de navideña, date cuenta. Y debe ser por eso por lo que me viene a la cabeza esa tarde del último invierno en la que coincidimos. Tú tan guapa, enfundada en ese abrigo tan bonito. Yo, como siempre un poco desastroso, con mi americana manchada de tiza. Los dos compartiendo sonrisas y un par de verdejos, nubecillas de vaho por testigos. No sé por qué; pero es la imagen que tengo incrustada en la telaraña de neuronas, y la que me duele. Y la que anhelo. Y la que me proporciona la certeza de que hay momentos que repetiría una y mil veces.

En fin.

En unas horas amanecerá y yo tararearé a Depedro confesando que paseo firme cada mañana, no se perciba mi fragilidad. Y la vida seguirá, tendrá que ser así, definitivamente sin ti.

Pero eso siempre lo supimos. O, al menos, yo. Yo sabía que no ibas a aguantar.

Banda sonora / Spotify: https://open.spotify.com/track/1qe8YKADOQ019xG1skSN77?si=56eb2314bac14bad
Banda sonora / Youtube: https://youtu.be/nlUXiQZQzUY

Deja un comentario