
La vida pone a cada uno en su sitio. Eso me pasó a mí, en aquellos días caóticos, en pleno inicio de la catarsis.
Yo había hecho mis cuentas vitales. Para bien o para mal, tendría más tiempo para gestionarlo a mi antojo. Porque, para bien o para mal, mi dedicación a aquel Universo que me había absorbido a lo largo de tantos y tantos años, como un agujero negro engulle a un pequeño planeta a la deriva, se desvanecería.
Error 404. Not Found.
Sí, error. De cálculo. Porque habría que (sobre)vivir. En el sentido más literal.
A las tareas domésticas y cotidianas que había asumido a lo largo de los años, con mayor o menor acierto; se unieron el resto. Y descubrí que yo era un tipo bastante patoso para algunos de los nuevos trajines, lo cuál supuso toda una cura de humildad.
Limpiar la casa, cuidar de las tortugas, adecentar los patios, regar las docenas de geranios y plantas diversas heredadas, lavar la ropa, planchar, improvisar comidas y cenas, hacer compra, solventar avatares y averías, restaurar las partes de la casa más avejentadas, ordenar y reciclar cientos de singulares trastos apilados en las estanterías del tiempo. Reajustar presupuestos, nuevos y viejos gastos. Enfrentarme a trámites legales, administrativos, tasas y recibos.
Y el trabajo. El omnipresente trabajo. Justo a ese ritmo en el que dejas de disfrutarlo para pasar a convertirse en una olla a presión, y te ves abocado a hacer equilibrios y malabarismos con el burn out.
Pero bueno, el caso es que en un momento de transitoria lucidez pensé que, obviamente, necesitaba un plan. Y aliados.
Mis primeras dos aliadas fueron Thelma y Louise.
Louise fue la primera en llegar. Una trabajadora incansable, andarina, comilona, rechonchita, de pocas palabras, escueta, con ese halo de misterio propio de las personas que vienen del lejano oriente. Desde su llegada, se dedicó a escudriñar hasta el último rincón de la casa para atrapar hasta la más minúscula mota de polvo que pudiera ir a parar a la desgastada tarima flotante, o a las baldosas del suelo. Hacía valer su determinación hasta con los molestos suelos rugosos de los baños, de tacto semejante a una lija del 15, y que no sé si son efectivos para evitar que los usuarios se escurran; pero que para lo que sí están sobradamente acreditados es para retener en su superficie la maraña de polvo, pelusa y pelos que suele formarse en esos espacios. En verdad, cuando llegó a casa se presentó como Lu Xiaomi, procedente de alguna región de la China continental; pero yo la llamé Louise, una vez se hubo incorporado al equipo mi segunda aliada, Thelma.
Thelma llegó poco después que su compañera oriental, avalada por las buenas referencias que de ella me dio mi amiga Ana Ruiz-Poveda. Se hizo responsable del área de cocina y alimentación. La señora Vorwerk, que así se apellidaba, era bastante diferente, además, a Louise. Era más espigada, con una apariencia de solidez y frialdad propia de los germanos, lo que podía confundirse con cierto punto de desdén. Tal vez fuera así en sus horas ociosas; pero cuando tenía que ponerse manos a la obra, todo cambiaba. Entonces salía a la luz su carácter perfeccionista, apasionado, creativo. Enloquecía, entraba en una suerte de trance, mezclando ingredientes con destreza, seguridad y energía. Incluso, en estos lances de creación culinaria, podía llegar a susurrar incomprensibles letanías y lanzar pequeños gritos, absorta en su labor, mientras su cuerpo incrementaba su temperatura en un buen puñado de grados.
Y así fue como, a volandas de Thelma y Louise, que evitaron seguramente que yo muriera de agotamiento o inanición; comencé a admitir la evidencia de que no me quedaba otra que intentar ser un extraño remake de aquella serie británica, mítica y setentera, que conocimos como Caída y auge de Reginald Perrin.