
Ya he apuntado alguna vez, a propios y extraños, la pasión que mi padre sentía por los animales, pasión que desde el primer momento enfocó en mi compañero Coco, ese teckel cariñoso, aguerrido, noble, fiel, y un poco testarudo (como el dueño, o sea, yo), que me acompañó durante trece años. Por ello, no dudó en intentar hacer partícipe a nuestro peludo amigo de una de las tradiciones más arraigadas en Valdepeñas: la celebración del día de San Antonio Abad, San Antón, el 17 de enero.
Recuerdo desde mi niñez esta celebración, centrada en la ermita de San Marcos, donde se expone la imagen del santo. Solía acercarme a la ermita por la tarde temprano, en torno a las cinco, con mi hermano Ricardo, cuando yo tenía siete u ocho años. Aunque era pleno invierno, yo recuerdo esas tardes con una atmósfera dorada, los rayos del sol oblicuos y benefactores, y el aire limpio y tibio. Próximos a la entrada de la ermita se disponían varios pequeños puestos, donde se vendían garrotas de caramelo, el puñao (una mezcla de frutos secos y semillas tostadas) y, como no, los panecillos bendecidos de San Antón, de miga blanca, redondos, tiernos y apetitosos, a un precio de cinco pesetas, que merendábamos encantados. Y allí pasábamos un rato, hasta que las primeras sombras de las aún largas noches comenzaban a extenderse, mientras contemplábamos a algún paisano que se acercaba a la ermita con su mascota: un perro, un gato, algún canario o alguna pequeña tortuga. A veces incluso algún caballo.
Volviendo a mi relato, papá no quiso que Coco permaneciera ajeno a la festividad, y un año decidió acercarse con él a la ermita para que fuera bendecido por el señor cura y, de paso, comprar algunos panecillos. No contó con una de las manías que tenía el gruñón de Coco. Y es que, dócil como él solo con las personas, era bastante cascarrabias con otros perros. Y no solo eso, sino que se volvía rematadamente loco cuando percibía la proximidad de un caballo. No hacía falta que lo viera o que lo oliera, simplemente con el sonido de los cascos perdía la cabeza y gruñía y ladraba de modo atronador, amenazante, dando dentelladas al aire, a diestro y siniestro. Fuera de control. Así que pasó lo peor que podía ocurrir, la tormenta perfecta, y a menos de 50 metros de la ermita papá tuvo que desistir de llegar a su destino con Coco, que había detectado la presencia de algún equino en el lugar. Mi pobre padre volvió a casa a dejar a Coco, vencido por la evidencia, mientras el chucho ponía cara de hacerse el sueco. Y todavía tuvo ganas el hombre de volver de nuevo a San Marcos, ya él solo, a comprar unos panecillos y un poco de puñao, que compartió después con nosotros. Y con Coco, a pesar del número que le había montado; y que no dudó en devorar el tierno pan como si fuera el último pedazo de comida existente en la faz de la Tierra, mientras mi padre sonreía satisfecho.
Sobra decir que, en ocasiones posteriores, papá nunca se volvió a acercar a comprar los panecillos con el tarambana de su amigo Coco.