Quiero encontrar la puerta de atrás del paraíso;
ese lugar al que llamar mi paraíso.

Estas dos líneas pertenecen a la canción Mi Paraíso, canción que, además, da nombre al, hasta ahora, último disco de ellos, Los Secretos.
Todos tenemos un Paraíso, al menos idealizado, y luego en la vida real intentamos alojarnos en lo más próximo que podemos encontrar.
El Paraíso de cada uno suele ser bastante diferente al de los demás, igual que cada cual es distinto al resto. O quizá no, y exista una gran cantidad de gente que busque un mismo paraíso personal, porque, a fin de cuentas, hay cosas en las que los humanos, por singulares que seamos, estamos instintivamente de acuerdo. Véase la pirámide de Maslow.
Mi concepto particular de Paraíso tampoco ha cambiado tanto. Mi Paraíso es un lugar de paz, tranquilo, armonioso. Un lugar de emociones, de sencillez, lejano de multitudes, convencionalismos y formalismos; de cercanía y afectos.
Hasta hace poco, mi Paraíso era básicamente el desayuno en un lugar improvisado de la ruta, cuando salíamos de vacaciones rumbo al Norte; y los cuatro de la familia nos sentábamos en torno a una mesa a tomarnos un Cola-Cao y una tosatada con un chorreón de aceite de oliva.
La última vez que me sentí muy cerca de mi Paraíso fue durante unos días de la última Navidad, cuando los cuatro paseábamos por las calles en la templada noche cordobesa.
Pero emergió mi infierno particular. También todos tenemos un infierno. Pero no entraré en detalles. He venido a hablar de mi Paraíso, como diría Umbral.
Y de nuevo, a pequeñas cucharadas, volvió mi Paraíso. Este fin de semana es la última vez que me sentí feliz y agradecido en él.
Toca describir mi Paraíso. Es muy sencillo. Mi Paraíso es un lugar de apenas unos pocos metros cuadrados, de suelo de hierba sintética, nubes solitarias en el cielo que paulatinamente oscurece y el canto de algún mirlo anunciando que la tarde ya está madura. Y una desgastada canasta de baloncesto de Decathlon.
Y dos ángeles.
Uno de ellos alto, tan alto que ya me supera con grosera ventaja, cuando apenas hace unos meses lo podía mirar de tú a tú. Ese ángel me regala serenidad y sosiego. Es un ángel que habla más con sus miradas diáfanas y sus silencios, un ángel del que siempre aprendo algo nuevo y, sobre todo, un ángel que me inspira para intentar ser mejor persona. Mientras echamos unas canastas. Es mi paz.
El otro ángel es más pequeño, y muy diferente. Es un ser extrovertido, inquieto, impredecible. Es la explosión de la alegría. Este ángel es mi despensa de risas, mi fuente de energía. Es el pincel que me tiñe la vida gris de colores vivos. Es, como dice la canción, también de ellos, «la inocencia tan graciosa que cambia el nombre de las cosas». Es el resorte que consigue hacer realidad el milagro mundano de que yo alimente con hojitas de lilo a un puñado de hormigas o cuide con mimo a un teckel de peluche, y me sienta un niño a mis casi 50 tacos. Es mi pasión.
Ambos ángeles son la razón de mi vida. Más aún. Son mi vida.
Y ahora que lo pienso, me daría igual el escenario, no tiene por qué ser necesariamente ese trocito de patio con olor a madreselva. Mientras estén ellos, sea cual sea el lugar, ahí estará asentado mi Paraíso.
Lo malo de estos paraísos fugaces es la hora de la despedida. Aunque sé que de nuevo llegará mi Paraíso en un par de hileras de calendario, reconozco que no logro dar esquinazo a esa sensación de nudo que atenaza con desdén mi garganta.
Bueno, nadie nos dijo que esto fuera a ser fácil. Hasta que acudan al rescate, otra tarde, los dos ángeles.
Bonus track: la canción.
Madre mía Miguel Ángel, qué preciosidad.
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