Órbitas divergentes.

Diez breves relatos de (des)amor y sus bandas sonoras.

Sexto relato

Son mariposas, solo se posan,
han decidido que no quieren volar.
Son mariposas, verdes y rosas,
son como balas que hacen daño, explotan.
Son mariposas, son mariposas.

Mariposas. Taburete.

 

Nuestras vidas eran planetas describiendo órbitas elípticas. Órbitas caprichosas, que hacían que ambos astros, el tuyo y el mío, se mantuvieran alejados, el uno del otro, casi en los confines opuestos del Universo que compartimos.

Pero hubo ocasiones en las que nuestras órbitas convergieron. Más aún: alguna vez sentí que ambos cuerpos celestes podrían llegar a colisionar. Y la idea no me daba miedo.

Tu planeta siempre fue bonito. El más bonito. Siempre. Un planeta de bosques de margaritas y prados de amapolas atulipanadas y playas salpicadas de conchas blancas, a donde iban a morir las olas de los mares de aguas cristalinas. Un lugar de tierras de color fucsia y de torrentes de vinos afrutados. De luz y sol, lo que provocaba la aparición en su superficie de diminutas pecas, que yo me hubiera afanado en contar con calculada parsimonia. Un planeta habitado por preciosas mariposas, verdes y rosas, que se posaban sobre misteriosas espirales rojas. Y por gatos azules que se paseaban con elegancia por las proximidades de ese río que me describiste en tantas ocasiones.

Por su parte, mi planeta, adicto a las mañanas tibias, estaba habitado por pequeños pájaros. Asustadizos gorriones, coloridos jilgueros, delicadas lavanderas. Petirrojos de  pecho anaranjado y ruiseñores que interpretaban la banda sonora de mi vida. Traviesos mirlos e incansables golondrinas. Aves a las que yo observaba con deleite, porque sus trinos taponaban heridas de tristeza. Lo más bello de mi planeta eran las dos lunas que giraban en torno a él.

Cuentan que mi planeta había pasado por eras geológicas convulsas en las que se sucedieron movimientos sísmicos que implosionaban en el mismo núcleo. Pero luego llegó la quietud.

La última vez que sus órbitas se cruzaron, nuestros planetas se fueron aproximando con sigilo y, cuando quise reaccionar, ya era tarde: se habían situado tan cercanos que llegamos a compartir un mismo firmamento. Sí, un firmamento repleto de estrellas y constelaciones, surcado por el platillo volante de Ferreiro.

Con franqueza, hubo un momento en el que llegué a pensar que acabaríamos tocando el cielo con la punta de los dedos. En el que creí que mi planeta podría dejar de girar trazando círculos, entre nubes de asteroides y agujeros negros.

Sí, lo confieso. Llámame iluso, no te cortes; pero cuando nuestros planetas se hallaron tan próximos como para sentir tus abrazos, y como para que tú pudieras escuchar los latidos de mi corazón; albergué la esperanza de que sus órbitas, esta vez, no se separarían; y que ambos astros quedarían ligados por la Ley de la Gravedad.

E imaginé que en mi estómago revolotearían las mariposas verdes y rosas. Aunque, a decir verdad, sabes que siempre lo han hecho, hasta cuando nos separaban cientos de miles de millones de años luz.

Pero la Ley de la Gravedad no era tal. Compartimos demasiadas dosis de humor como para considerarnos graves, hasta en los momentos más solemnes. Y eso me gustaba.

No, lo que había entre ambos planetas era una Ley de la Levedad. La levedad de los cuerpos celestes. La levedad de vivir como si no nos jugáramos nada, como si fuéramos a morir mañana.

Pero claro, tu planeta estaba impulsado por una fuerza mayor ante la que poca resistencia podía ofrecer algo tan efímero, tan fluyente, como nuestra propia levedad: la fuerza de la inercia. Una inercia forjada a lo largo de los años. Una inercia tan poderosa que te provocaba vértigo.

Y es que se necesita mucha determinación para lograr vencer el vértigo que generan las inercias interestelares.

Así que la levedad se hizo insoportable, como ya anticipó hace casi 40 años Milan Kundera.

Y tu planeta siguió su rumbo. De nuevo.

No lo quise aceptar; pero, una vez más, nuestras órbitas tomaron trayectorias divergentes, dejándome una desoladora sensación de déjà vu. Poco a poco, sin remedio; sin que yo alcanzara a vislumbrar la buena estrella que siempre he buscado.

Aquella estrella que nos invitara a compartir ese Universo cómplice escrito en un idioma aún a medio inventar.

Aquella estrella que nos guiara hasta la mismísima Estocolmo.

Pensé que mi planeta, astro de roca erosionada por la experiencia, aguantaría mejor el envite. Volví a equivocarme. Mi planeta es frágil, vulnerable. La desolación se extendió por su atmósfera como una tormenta oscura y torrencial. Volvieron a desencadenarse demoledores seísmos, y las grietas que yo creía ya selladas se abrieron una vez más.

Supongo que en algún momento los seísmos cesarán,  y este período dejará paso a una calma inducida, aunque quede en la superficie de mi planeta alguna cicatriz como resultado de esta última convergencia planetaria. Quizá una laguna de tristezas, donde pueda ver reflejadas mis dos bellas lunas: Serenidad y Alegría.

Las mariposas se posarán, ya no querrán volar.

Y antes de reanudar la tarea de contemplar los pájaros de mi planeta, como si fuera aquella estatua del jardín botánico, quiero que no te quepa la menor duda de que, cuando recobre el valor necesario para observar de nuevo el firmamento, seré capaz de divisar tu planeta, porque ya no trazará una órbita caótica. Retomará su equilibrio. Y el saber que estás bien me hará el más feliz de los tristes.

Y por supuesto, y sabes que te lo digo repleto de convicción, tu planeta seguirá siendo el astro más bonito que pueda contemplar desde mi telescopio, en las noches que son propicias a observar las estrellas, como en ese anochecer que compartimos junto a esos dos histéricos de Ximena y Leiva.

Banda sonora / Spotify: https://open.spotify.com/track/31t1744XySgMwG8woRUnNE?si=dfe6db3d31834ab7

Banda sonora / Youtube: https://youtu.be/nlUXiQZQzUY

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